La débil claridad del amanecer insinuó
árboles ahí donde la noche no resignaba su poder subyugante. Daniel Celaya buscó
apoyo en una pierna y apuntó a su presa. El disparo impactó en el cuello del
puma metido en el monte, a unos kilómetros del arco de entrada a Bovril. La
cabeza del animal rodó como un juguete desarticulado. Por unos segundos, el
cuerpo quedó parado en cuatro patas, en pose de efigie egipcia decapitada. Antes
de caer por completo, un grito desgarrador resonó entre los algarrobos. Cualquier
testigo incrédulo hubiera dudado de que la extraña amputación tuviera relación
con ese alarido humano. Celaya sabía el valor que tenía la anticipación para la
caza. Escuchó nuevos movimientos, levantó el rifle y disparó, otra vez fríamente,
a la segunda manta de pelos pardos que se escapaba hacia le espesura del monte.
A plena luz del día, la sangre estalló en un rojo bermellón sobre los
espartillales. En ese momento, supo que la cacería había terminado.
Treinta y cinco años de preparación habían
llevado a aquel encuentro. Las lecturas —prudentes y solitarias de Celaya—
mencionaban que de las tres técnicas de caza mayor, el acecho requería individuos
pacientes, hábiles en el arte de seguir rastros y crear trampas. Su metódica
conducta demostraría que no fueron contingencias las que precipitaron los
hechos.
A los diecisiete años, cuando su padre
le comunicó que debía ayudar en el campo al terminar la secundaria, no pensó en
torcer su destino. Al menor de los Celaya le estaba reservada la carrera de
Veterinaria; a la mayor, la docencia; y a él, aunque aún no lo supieran, la
cacería. Entre vacas, terneros, corrales y alambrados, Celaya fue armando un
polígono para práctica de tiro.
Lo consideraban un muchacho trabajador,
solitario, al que sólo una difusa sombra anunciaba por las calles planas de
Bovril. Mientras el cuchicheo agitaba una supuesta imbecilidad asociada a esa
conducta retraída, Celaya abrazaba ese destino revelado durante la infancia.
A los nueve años, encerrado en el
galpón del patio, encontró una revista sobre caza de jabalíes. El artículo mostraba
a un ganadero, tosco como su padre, y a una presa de colmillos cubiertos de
baba. Pese al rictus de la muerte, lo feroz del jabalí le pareció sosegado por el
escopetazo. Pensó que el rifle era un medio para liberar lo bestial que
habitaba en todos los seres. En los territorios indómitos de sus fantasías,
Celaya encontró una respuesta.
Conocer a los hermanos Pautasso, la
descendencia de un humilde carpintero local, le daría un sentido trascendental
a la cacería. Los Pautasso ganaron reputación por las bromas burdas y
sistemáticas, a distintas personas del pueblo, más que por la terminación de
sus muebles de algarrobo. Sin dudas, la más famosa fue la del audio pornográfico
—gemidos y respiraciones ásperas— durante los festejos por el centenario del
pueblo, en la plaza “3 de Febrero”. El hecho, que mereció el repudio de los
presentes, hubiera carecido de relevancia para la familia Celaya sino hubiera
involucrado al “menos despabilado” de sus hijos.
Bruno Pautasso fue quien convenció a
Daniel Celaya de entregar aquel audio al sonorizador del evento. No transcendió
qué argumento utilizaron los hermanos, quizás muy pocos porque la inocencia atribuida
a Celaya estaba vinculada a un retraso intelectual, versión que habían hecho circular,
por años, algunas maestras de la escuela.
Desde aquel episodio, Celaya asumió la
tarea de seguirlos; hasta que, sin que nadie lo esperara, entablaron un vínculo. Meses antes
de la cacería, los tres muchachos habían estado bebiendo cervezas en un local de
la avenida San Martín. En plena borrachera, Celaya había compartido, acaso con sus únicos
amigos, el galpón en donde guardaba los rifles y las revistas de caza. Fue
entonces que les contó sobre un viajante de Villaguay que ofrecía una cabeza de puma y dos pieles. Los
Pautasso, rojos los ojos ante la epifanía etílica, creyeron ver concretada la próxima
burla. Celaya sabía la importancia de los señuelos para el éxito de cualquier
cacería.
La semana previa a que, en prolijas filas,
dispusieran las sillas plásticas en la plaza central y que las estructuras
metálicas sostuvieran, una vez más, luces y parlantes, el pueblo sólo hablaba
de los pumas. Ganaderos locales denunciaron la presencia de dos felinos merodeando
los corrales; otros decían que deambulaban hambrientos al costado de la ruta o
cerca de la estación de trenes.
Reunidos en un montecito a las afueras
del pueblo, los hermanos Pautasso pergeñaban la nueva aparición. Apostado en la
oscuridad, Celaya aguardaba a su presa. Amanecía cuando los jóvenes, disfrazados
de puma, jugueteaban entre los algarrobales. El cazador levantó el rifle y
disparó dos veces. La acción fue interpretada, posteriormente, como una venganza.
Sólo Celaya sintió alivio y belleza en el acto que terminaba de ejecutar.
(*) La cacería obtuvo mención de publicación en la Edición 2013 de a Puro Cuento de la Biblioteca Popular del Paraná.
1 comentario:
Me encantó!!! Un placer navegar por esta historia con tintes tanto familiares como escalofriantes!!!
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