22.11.13

La cacería (*)

La débil claridad del amanecer insinuó árboles ahí donde la noche no resignaba su poder subyugante. Daniel Celaya buscó apoyo en una pierna y apuntó a su presa. El disparo impactó en el cuello del puma metido en el monte, a unos kilómetros del arco de entrada a Bovril. La cabeza del animal rodó como un juguete desarticulado. Por unos segundos, el cuerpo quedó parado en cuatro patas, en pose de efigie egipcia decapitada. Antes de caer por completo, un grito desgarrador resonó entre los algarrobos. Cualquier testigo incrédulo hubiera dudado de que la extraña amputación tuviera relación con ese alarido humano. Celaya sabía el valor que tenía la anticipación para la caza. Escuchó nuevos movimientos, levantó el rifle y disparó, otra vez fríamente, a la segunda manta de pelos pardos que se escapaba hacia le espesura del monte. A plena luz del día, la sangre estalló en un rojo bermellón sobre los espartillales. En ese momento, supo que la cacería había terminado.


Treinta y cinco años de preparación habían llevado a aquel encuentro. Las lecturas —prudentes y solitarias de Celaya— mencionaban que de las tres técnicas de caza mayor, el acecho requería individuos pacientes, hábiles en el arte de seguir rastros y crear trampas. Su metódica conducta demostraría que no fueron contingencias las que precipitaron los hechos.
A los diecisiete años, cuando su padre le comunicó que debía ayudar en el campo al terminar la secundaria, no pensó en torcer su destino. Al menor de los Celaya le estaba reservada la carrera de Veterinaria; a la mayor, la docencia; y a él, aunque aún no lo supieran, la cacería. Entre vacas, terneros, corrales y alambrados, Celaya fue armando un polígono para práctica de tiro.
Lo consideraban un muchacho trabajador, solitario, al que sólo una difusa sombra anunciaba por las calles planas de Bovril. Mientras el cuchicheo agitaba una supuesta imbecilidad asociada a esa conducta retraída, Celaya abrazaba ese destino revelado durante la infancia.
A los nueve años, encerrado en el galpón del patio, encontró una revista sobre caza de jabalíes. El artículo mostraba a un ganadero, tosco como su padre, y a una presa de colmillos cubiertos de baba. Pese al rictus de la muerte, lo feroz del jabalí le pareció sosegado por el escopetazo. Pensó que el rifle era un medio para liberar lo bestial que habitaba en todos los seres. En los territorios indómitos de sus fantasías, Celaya encontró una respuesta.
Conocer a los hermanos Pautasso, la descendencia de un humilde carpintero local, le daría un sentido trascendental a la cacería. Los Pautasso ganaron reputación por las bromas burdas y sistemáticas, a distintas personas del pueblo, más que por la terminación de sus muebles de algarrobo. Sin dudas, la más famosa fue la del audio pornográfico —gemidos y respiraciones ásperas— durante los festejos por el centenario del pueblo, en la plaza “3 de Febrero”. El hecho, que mereció el repudio de los presentes, hubiera carecido de relevancia para la familia Celaya sino hubiera involucrado al “menos despabilado” de sus hijos.
Bruno Pautasso fue quien convenció a Daniel Celaya de entregar aquel audio al sonorizador del evento. No transcendió qué argumento utilizaron los hermanos, quizás muy pocos porque la inocencia atribuida a Celaya estaba vinculada a un retraso intelectual, versión que habían hecho circular, por años, algunas maestras de la escuela.
Desde aquel episodio, Celaya asumió la tarea de seguirlos; hasta que, sin que nadie lo esperara, entablaron un vínculo. Meses antes de la cacería, los tres muchachos habían estado  bebiendo cervezas en un local de la avenida San Martín. En plena borrachera, Celaya había compartido, acaso con sus únicos amigos, el galpón en donde guardaba los rifles y las revistas de caza. Fue entonces que les contó sobre un viajante de Villaguay  que ofrecía una cabeza de puma y dos pieles. Los Pautasso, rojos los ojos ante la epifanía etílica, creyeron ver concretada la próxima burla. Celaya sabía la importancia de los señuelos para el éxito de cualquier cacería.
La semana previa a que, en prolijas filas, dispusieran las sillas plásticas en la plaza central y que las estructuras metálicas sostuvieran, una vez más, luces y parlantes, el pueblo sólo hablaba de los pumas. Ganaderos locales denunciaron la presencia de dos felinos merodeando los corrales; otros decían que deambulaban hambrientos al costado de la ruta o cerca de la estación de trenes.
Reunidos en un  montecito a las afueras del pueblo, los hermanos Pautasso pergeñaban la nueva aparición. Apostado en la oscuridad, Celaya aguardaba a su presa. Amanecía cuando los jóvenes, disfrazados de puma, jugueteaban entre los algarrobales. El cazador levantó el rifle y disparó dos veces. La acción fue interpretada, posteriormente, como una venganza. Sólo Celaya  sintió alivio y belleza en el acto que terminaba de ejecutar.

(*) La cacería obtuvo mención de publicación en la Edición 2013 de a Puro Cuento de la Biblioteca Popular del Paraná.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me encantó!!! Un placer navegar por esta historia con tintes tanto familiares como escalofriantes!!!