16.1.13

El calamar gigante



En las playas de Tamarindo, Costa Rica, la surfista estadounidense, Lee Ann, permanecía sumergida en una pequeña pileta de madera frente al mar. Consumía heroína y entraba en un profundo y prolongado adormecimiento. Al despertar contaba, horrorizada, que los tentáculos de un calamar gigante habían intentado llevarla hacia el fondo del mar. Mick, su pareja, desagotaba la pileta utilizada por los surfistas para eliminar restos de sal en el cuerpo. Le demostraba que no había conexión posible entre aquella bañera y el mar.
En el eterno verano de Tamarindo, Lee Ann insistía que un calamar gigante quería succionarla y desoía cualquier tipo de argumento, incluso a quienes decían que esa especie de molusco sólo frecuentaba mares de agua fría. Una mañana, Mick halló la pileta coloreada de un tinte azul marino. Imaginando el peor de los desenlaces, buscó a Lee Ann entre las aguas oscuras, pero sólo encontró una botella de vino flotando. Pensó que esa era la explicación a la coloración del agua. Sin embargo, recordó que los calamares arrojaban una tinta negra al huir de sus depredadores.
Nadie volvió a saber de Lee Ann. A meses de la desaparición, revisando sus pertenencias, Mick encontró una foto vieja, enmarcada en insignias de un acuario de California. Lee Ann, pecosos ocho años, sonreía a la cámara y detrás, pegados a un vidrio, asomaban los tentáculos de un inmenso calamar. Casi sobre las ventosas, explotaba el flash de la cámara y emergía, en la espejada pecera, el fantasmagórico rostro del hombre que retrataba aquel momento, quizás el padre de Lee Ann. 
Publicado en Telaraña Digital 
 http://www.xn--telaraadigital-vnb.com.ar/noticia.aspx?id=799

2.1.13

Microficciones para leer en ojotas



Relatos surgidos a la vera de un río de caudalosa incertidumbre, con la leve sospecha que todo lo sólido se desvanece cuando la térmica supera los cuarenta y cinco grados. A partir de hoy en 
http://www.xn--telaraadigital-vnb.com.ar/noticia.aspx?id=739

La hora


—No me quiero morir —gemía atragantado en sollozos el niño—. No me quiero morir mami.
—Respirá, no dejes de respirar, ya llegamos —respondía la madre, con la cabeza y el brazo fuera de la ventanilla, haciendo nerviosas señas hacia la hilera de autos que taponaba la calle.
No se podía morir, era una picadura nada más, y él sólo un niño, se convencía a pocas cuadras de llegar. Mientras avanzaba a los bocinazos y a los gritos, el calor infundía más terror, como si algo tuviera que suceder en un día cuya sensación térmica estaba superando, inusualmente, los cuarenta y cinco grados.
Ya en el hospital, estacionó como pudo y entró sujetando al niño, casi alzándolo. Apurada repitió un par de veces que lo había picado un alacrán. Luego que el bicho estaba en el bolsillo de una malla, que había pasado poquito tiempo pero que temía por su envenenamiento.
—¡Picadura de alacrán!— gritó al aire la enfermera de guardapolvo rosa y los pasó a una habitación contigua, el Shock room.
Acostaron al niño inmediatamente en una camilla y comenzó un desfiladero de personas.
—¿Papito, tenés ganas de vomitar?— dijo un enfermero que apareció zangoloteando un suero.
El hombre hizo un par de bromas sobre la posibilidad de que el niño se convirtiera en superhéroe. El niño no sonrió; la madre ni siquiera lo escuchó, miraba cómo conectaban a su hijo a una máquina que registraba pulsaciones y ritmo cardíaco.
—Los síntomas podrían aparecer en la próxima hora. Vamos a dejarlo en observación por si hay que aplicarle el antídoto— explicó una doctora.
El niño y la madre quedaron solos en la habitación.
—¿Me voy a morir?
—Dejá de decir eso, además sos muy chico para morirte.
—¿Cuánto dijo que tengo que esperar?
—Dos o tres horas.
—¿Esa aguja más larga marca la hora? —preguntó el niño señalando con la vista un reloj grande, con inscripciones de un laboratorio en el fondo.
—¿Te enseño a leer la hora?
Comenzaron a practicar y contabilizar horas, minutos y segundos de espera.
De repente la puerta se abrió de un golpe y entraron otra camilla a la sala. Los separaron mediante un biombo de tela.
—Paciente de seis años, iba en bicicleta cuando lo atropelló una camioneta. Fractura de pelvis y contusiones en la cabeza, momentáneamente estabilizado. Completamente sedado. La mamá también fue atropellada —leyó alguien.
Algunas enfermeras corrieron, otros doctores pedían un cirujano y una voz ordenó, finalmente, que trasladaran al accidentado a terapia intensiva.
Por unos minutos, los tres quedaron solos. La mujer miró entre los espacios que dejaba al descubierto el biombo. El niño recién ingresado parecía dormido, tenía un semblante extremadamente pálido. El chico repentinamente pidió por su madre, le rogaba que sostuviera su mano. La mujer dudó en cruzar hacia el otro lado, hasta que atravesó el divisorio para acariciar aquella manito ensangrentada. El niño susurró algo sobre la bicicleta y de inmediato dejó de respirar. La mujer gritó por ayuda. Lo que siguió incluyó corridas, un ascensor que se abría y las ruedas de la camilla que se perdían detrás de la puerta corrediza.
A la hora estimada por los médicos, la mujer y el niño de la picadura abandonaron el Hospital. Ni la madre, ni el hijo mencionaron lo sucedido con aquel chico accidentado. Compartían un silencio inquebrantable porque sabían que la muerte llegaba a la hora exacta, así fuere un niño quien allí estuviera.