Acrílico sobre papel
Entre los pastizales (*)
“entre la verdad y la mentira está la realidad”, frase escrita
con carbón y caligrafía temblorosa en una quinta
sobre el riacho de Oro, casi desembocadura con el Paraguay.
El primer ataque sucedió, capricho del azar, el día de los muertos. Esa
tarde de noviembre, el doctor Centurión llegó a la quinta asediado por el
calor, con la camisola blanca mojada y los pies hinchados. Los perros siguieron
el auto desde el portón hasta la cueva formada por la copa de dos añejos mangos.
Estacionó, espantó a los animales de un puntapié y arrastró arenilla en su
camino hacia la casa.
Le costó abrir la puerta, la chapa estaba oxidada. Al entrar, un
ventilador de techo removía el aire sofocante. Sólo la presencia de una mesa —cubierta de diarios y revistas apilados— y sus seis correspondientes sillas recordaban que
ese cuarto había sido el comedor en donde almorzaban los fines de semana. No
era fácil la movilidad; al hacerlo, debía esquivar bicicletas de niños,
cortadoras de césped en desuso, muebles antiguos, cajas de vinos y bolsas
negras. Dejó la ropa sobre un bulto indefinido y buscó una malla de baño que colgaba
de un clavo. En un pasillo había una heladera que contenía unos cortes de
queso, un vino abierto y un vaso usado. Sacó el envase, se sirvió lo que
quedaba y salió al patio mascando el queso duro.
La silla playera estaba tal cual la había dejado la tarde anterior:
debajo de un parral invadido por una enredadera tropical. Se sentó enfrente de la
piscina, sabía que el agua estaba cristalina porque él mismo se encargaba de
echar los químicos y aspirar la suciedad, aunque rara vez se metía. Permaneció
bebiendo sin espantar a los jejenes que lo atacaron de inmediato, demostraban especial
encono hacia los tobillos. No pensaba, no sentía, tenía la mirada vacía, alejada de aquel cuerpo taciturno.
El sol cayó sobre los pastizales y todo lo verde fue de color dorado. Algunos
mangos, en caída libre a través de las ramas, alborotaban el aire espeso y
húmedo. Al estallar en el suelo, el sabor dulzón de la fruta llegaba hasta el
doctor que veía sin mirar la piscina. El chiflido de un pájaro, muy parecido al
llanto de un niño, lo sobresaltó y entró a servirse vino; de paso, sacó el
alimento para los animales.
La noche llegó anunciada por una nube de mosquitos y algunos fuegos
artificiales que recordaban a los santos difuntos. Tuvo que dejar de mirar el
cielo para seguir el quejido de uno de los perros. El gemido agudo y constante
lo metió en la maleza de la parte trasera de la casa. Las ranas chillaban
desquiciadas, como si anunciaran lo que sucedería. En la oscuridad vio algo rondando
los lapachos; quizás un hombre o una bestia, la noche no los diferenciaba. Pegó
uno grito —creyó que lo asustaría— pero la cosa se escondió en los yuyales y, agazapada,
rasgó la corteza como si afilara unas cuchillas. Centurión corrió hacia el auto,
todo lo rápido que podía un cuerpo cansado de sesenta años. Embistió el sillón,
el vaso olvidado en el suelo —los vidrios se le incrustaron en los talones— y salió
manejando, semidesnudo, por el terraplén que daba al riacho.
El camino de tierra terminaba en una avenida poco iluminada. Tuvo que
detenerse varias veces para dar paso a las personas que volvían del cementerio
municipal. El auto finalmente estacionó en el garaje de un chalet de dos pisos.
Las tres ventanas de la casa estaban tapadas por robustos acondicionadores que chorreaban
gotas de agua a la vereda. Llegó cuando ya habían cenado. Una de sus hijas tenía
la cara metida en la pantalla de la computadora y su mujer, en el dormitorio,
conectada a un juego en red. No registraron la agitada respiración de Centurión,
ni las manchas de sangre sobre los pisos de madera.
Durante dos días dudó de lo ocurrido. Al tercero, regresó; esta vez, lo
hizo de mañana. Suspendió los turnos de la jornada y rumbeó al riacho. Al abrir
el portón sucedió lo de siempre: los perros corrieron hasta los mangos, él bajó
lentamente, pero se cuidó de no espantar a los animales. Los notó más intranquilos,
seguramente hambrientos; uno de ellos cojeaba. No entró, fue directo hacia la
arboleda trasera. Contempló los troncos rajados, restos de corteza colgaban como
piel muerta de los lapachos. Los árboles dependían de unas pobres conexiones que
supuraban un líquido viscoso por las laceraciones.
No se quedó en la quinta; caminó por el terraplén aguas arriba. El sol
le pegaba fuerte en la cabeza. A diez minutos dio con el rancho de Agustín, un
jornalero que solía emplear para la limpieza del terreno. El aire parecía
detenido y las cosas petrificadas bajo ese sol tremendo. Colgados de la
barranquita, casi en la orilla, unos cuantos niños tiraban sus líneas con
ahínco y poco éxito. El más negro y pequeño se entretenía con una piraña
muerta. El pescado tenía los dientes hacia fuera y el niño, que ya le había
metido un palo en la boca, le hurgaba los ojos vidriosos. Pensó en la
curiosidad, en la inocencia y, de inmediato, en la muerte.
Palmeó ante una cortina que estaba en lugar de una puerta. A su encuentro
salió una mujer joven, de mirada serena y voz pausada. Le dijo que Agustín no
estaba, que ni bien llegara le avisaría. Volvió a la sombra de los mangos y
esperó bebiendo sin sacar la vista del portón principal. Agustín llegó a la
siesta, escondido en un sombrero de paja de ala ancha.
Con sólo diez años menos que su patrón, su rostro acusaba más edad y mayor
tranquilidad. Estrecharon las manos y el jornalero quedó de cuclillas en la
arena. Hablaron del tiempo que hacía que no se veían, de las moscas sobre los
frutos caídos, de todo menos de la familia del doctor. Agustín no preguntó por la
señora y las niñas, sabía que ninguna de ellas había regresado desde lo sucedido
a Pablito, el hijo menor. Poco tiempo después del incidente, los pastizales
habían avanzado sobre la cancha de tenis —donde el doctor y su mujer solían
entretenerse junto a colegas y amigos— y Agustín había pasado, de un empleado de
jornada completa, a ir tres veces al año a cortar los yuyales.
Centurión le mostró los árboles
desgajados. Parados desde lo que parecía un abismo, los dos hombres analizaban
los tajos. Agustín mencionó al yurumí, un oso hormiguero, al aparecer con uñas
capaces de hacer semejantes hendiduras en la madera dura de un lapacho; aunque
le aclaró que él no había visto uno en años. Esa noche el doctor durmió en la
quinta. Desocupó la mesa y le puso un colchón mugriento. Soñó que se acercaba a
un hombre que tajaba frenéticamente con un bisturí uno de los lapachos. Iba a
develar su identidad cuando algo cayó a la piscina. Al instante, estaba sentado
en el borde de la pileta vacía. Las paredes, sin pintura, respiraban a través
de grietas como si fuesen branquias. Se despertó sudando.
El segundo ataque sucedió treinta y cinco días después del primero. Agustín
pensó —máquina para desmalezar en mano— que las almas en pena sorprenden a los
vivos. Entre medio de la primera y segunda agresión, su patrón protagonizó otro
tipo de encuentro. Anochecía y los manchones rojizos teñían el cielo de violeta.
Los pájaros caían como pedradas a las copas tupidas. Centurión no hacía más que
beber debajo de la parra. El trote de los perros hacia el terraplén lo hizo
registrar a un hombre y su bicicleta sobre el alambrado que separaba la quinta
del riacho. Los perros ladraban tímidamente, parecía un saludo; debían conocer
a esa persona, supuso.
Tres minutos tardó el sol en
perderse en el horizonte, tres minutos tardó en llegar la negritud cerrada que
devoraba las formas, muy parecida a la oscuridad de un pozo de agua. Pese a los
mosquitos, el hombre siguió en el alambrado, más inclinado y con la cabeza
gacha. Centurión se arrastró por los pastos cortos. Cuando estuvo cerca de la
figura, se incorporó, de un solo movimiento, pasó la mano por el alambrado y lo
tomó de la camisa. El hombre, espantado, intentó pedalear; no pudo.
Lo que sucedió después quedaría asentado en la Comisaría Cuarta.
En la presentación policial, un tal Cristian Román, domiciliado en Lote 4, expuso
que, al atardecer, el agresor “asinomá sin motivo” lo embistió como “toro enloquecido”.
Contó, además, que pudo zafar, con tan mala suerte que en la huída agarró un
montículo de tierra y rodó por la barranquita hasta el riacho. El agresor lo
persiguió y se le tiró encima, dejó constancia el damnificado. Centurión no se
presentó en la comisaría.
Miró el almanaque —llevaba la cuenta de los ataques— y llegó a la
conclusión que se producían con posterioridad a un festejo religioso. El
veinticuatro de diciembre podría acontecer el tercero. Se preparó para el
encuentro, aunque sin saber qué permanecía oculto entre los pastizales. Buscó
tanzas y anzuelos, para peces de más de treinta kilos, y preparó la trampa
destinada a creyentes alcoholizados o animales salvajes. Uno por uno colgó los anzuelos
alrededor de los troncos. Vistos desde lejos, las curvaturas de acero
construían una máquina de guerra del medioevo.
Los fuegos artificiales de nochebuena llegaron y los perros buscaron
refugio en la parte trasera de la casa. Antes de dormir, Centurión recorrió con
una linterna las trampas; los anzuelos brillaron al encuentro de la luz. Nadie
había caído. Al amanecer se despertó con el gemido angustioso de uno de los
animales. Buscó un machete y salió hacia la arboleda trasera. La claridad
fresca de la mañana chocó contra su aliento etílico. Cerca de donde había
acontecido el primer ataque, uno de los perros colgaba sostenido de los anzuelos.
El acero le había rajado la boca, atravesado la panza y abierto en dos las
manos. Chorreaba sangre y casi no se movía, quizás exhausto de pelear contra la
oscuridad, o bien ya estaba entregado a la muerte. El otro perro lo miraba
desde la lejanía del desconcierto. Centurión no pudo desengancharlo, buscó a
Agustín y juntos lo cargaron al auto.
Al veterinario no le llamó la atención los rasguños en los troncos, había
indicios de un rasqueteo monótono sobre la madera. Los canes, en ocasiones,
desarrollaban conductas atípicas si estaban expuestos a sonidos como los de la
pirotecnia, le explicó. Lo que no tenía sentido era el método de los anzuelos; prefirió
no indagar.
Decidió retornar a la quinta cerca de año nuevo. No había señales del
otro perro. Lo rastreó en cercanías al riacho. El olor fétido lo guió hasta un
pedazo de carne negra depositado en donde había tenido el encuentro con el
hombre de la bicicleta. A penas unos metros más adelante, sobre unos camalotes
secos, yacía el perro con el vientre hinchado de veneno. La venganza parecía
haberse llevado al último de los animales.
Centurión buscó una carretilla y lo trasladó a la quinta. Al pie de un
lapacho, cavó hasta el borde del desmayo. Dejó al perro en el pozo y lo cubrió
de tierra. Palada tras palada pensó en su hijo, Pablito. Si se puede llamar
llanto a un grito gutural, dirán que Centurión lloró ante la tumba del animal como
no lo había hecho ante el cuerpo de su niño. Pronto su angustia se convirtió en
espanto: algo cayó a la pileta. Entonces, se le vino encima esa expresión de asombro
de Pablito, sus ojitos negros abiertos en el fondo del agua; y cómo no
sorprenderse de la muerte a los dos años, se dijo.
El tiempo, fijado en una extraña repetición, hizo que sudara nuevamente terror
en los cien metros que lo separaban de la piscina. Al llegar, una de sus hijas,
agarrada de las escaleras, se acomodaba perezosamente la bikini.
—Che pá —dijo sin mirar el rostro desencajado de su padre— haber si limpiás
un poco la quinta para poder venir este verano.
Centurión, aún
sobresaltado, le tendió la mano. Ella subió y él se arrojó al agua
tibia. Ese día, flotando boca arriba, el cielo le pareció extremadamente limpio.
*Este es el cuento que recibió mención de publicación en el Concurso Literario 2012 de la Biblioteca Popular de Paraná. El acrílico pertenece a una serie de experimentaciones que estoy haciendo en papel.